Por: Serena Pistoia
Porfirio Díaz, protagonista de una de las etapas más trascendentes de la historia mexicana, llegó al poder en 1876 tras el éxito del Plan de Tuxtepec, dando inicio a un período de treinta y cinco años, conocido como El Porfiriato. Para entender su prolongada permanencia en el poder y el estallido de la Revolución Mexicana de 1910, la perspectiva de Antonio Gramsci proporciona un marco analítico cultural que enriquece el análisis sobre la construcción de la legitimidad del sistema.
El México prerrevolucionario se caracterizó por la consolidación, en términos gramscianos, de un bloque histórico: una alianza entre las clases dominantes y el poder público que permitió poner en marcha un sistema de dominación. Se procuró alcanzar la cohesión política nacional mediante el tejido de una red de caciques leales, la modernización y profesionalización del ejército, el fin de la persecución a la Iglesia, el capital extranjero y el apoyo de los terratenientes.
Este sistema entrelazó dictadura y hegemonía, con el régimen instrumentando su control a través de la fuerza desde la sociedad política e imponiendo consenso sobre su cosmovisión desde la sociedad civil, permeando en el arte, la educación, la prensa, la filosofía y la cultura.
Rodeado de un círculo técnico denominado peyorativamente como “los científicos”, miembros de clases medias urbanas que mejoraron su posición por sus años en el gobierno, el régimen recibió la influencia del positivismo, lo que implicó que las metas del período fueran, esencialmente, el orden y el progreso. Como el primero era condición necesaria para que se diera el segundo, la adopción de la fuerza y la intimidación fueron las herramientas utilizadas para mantener la pax porfiriana.
El gobierno contrató a numerosos fotógrafos extranjeros de renombre para documentar la construcción de puertos y, principalmente, del tendido de vías férreas, que constituía la manifestación más tangible del progreso del período. Estas imágenes desempeñaron un papel crucial en la consolidación de la narrativa oficial al ilustrar el fruto de las concesiones otorgadas a extranjeros, legitimando un modelo económico agroexportador en el que la presencia extranjera era prominente.
Para Gramsci, además, un bloque histórico no puede existir sin una clase social hegemónica: cuando ésta es la clase dominante, el Estado mantiene la cohesión e identidad dentro del bloque mediante la propagación de una cultura común; en este sentido, tanto las revistas como los periódicos jugaron un rol fundamental. Su dirección estuvo concentrada en la figura de Rafael Reyes Spíndola, un “científico” que resaltaba la adquisición de maquinaria más avanzada para su industria periodística.
En las páginas del semanario “El Mundo Ilustrado” - revista respaldada económicamente por el Estado mediante una subvención para permear en todos los estratos sociales - se reproducían la cultura, los gustos y las manifestaciones de la clase dominante. Se pretendía, además, propagar los sueños de los miembros de la élite mexicana, entre los cuales se encontraba la colocación del país entre las grandes potencias. En ocasión del Centenario del inicio de la lucha por la independencia, la construcción de edificios y monumentos, así como la cobertura de sus inauguraciones, fue primordial para reflejar el esplendor de esta época, contando con la presencia de numerosos representantes de Estados.
De esta manera, entre los intelectuales orgánicos del régimen, a quienes Gramsci adjudicaba un papel principal en la construcción de un bloque histórico, se encontraban altos funcionarios administrativos, oficiales superiores del ejército, la alta jerarquía eclesiástica, abogados, médicos, dueños de revistas y periódicos y los mencionados “científicos”, quienes veían en el sistema la posibilidad de materializar su concepción positivista. Estos grandes intelectuales del Porfiriato defendían, además, la lógica de la explotación que se llevaba a cabo en el dominio agrícola.
Sin embargo, la modernización capitalista había generado progreso, pero también desigualdad: la imagen que pretendía proyectarse hacia el exterior desconcertaba hacia el interior a un sector mayoritario que vivía en condiciones de pobreza, especialmente en el ámbito rural; pero incluso las condiciones laborales de los sectores más avanzados de la economía se encontraban deterioradas, como era el caso de la minería del cobre y de la industria del algodón, dando lugar a intensas huelgas.
La cohesión interna que había pretendido mantener el régimen comenzaba a resquebrajarse: la hostilidad hacia el grupo cada vez más alejado de científicos había promovido la creación de un grupo rival en torno al gobernador Bernardo Reyes; desde la prensa, el periódico “Regeneración” impulsado por los hermanos Flores Magón cuestionaba el alejamiento del presidente de los principios liberales, motivo por el cual debieron exiliarse a Estados Unidos, desde donde promovieron la creación del Partido Liberal Mexicano, cuyo programa en 1906 buscaba incorporar los reclamos de la clase trabajadora.
Estos factores, junto a la formación de clubes antirreeleccionistas en las principales ciudades, propiciaron la acción revolucionaria como único medio de imponer la transferencia del poder. Pese a ello, más allá de una lucha por el poder político, la Revolución Mexicana de 1910 fue una lucha por una nueva identidad nacional opuesta a la visión elitista del Porfiriato, creando un nuevo marco cultural para reemplazar la antigua hegemonía.
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