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EL CASO DE CATALINA GUTIERREZ: NADA DE LO HUMANO NOS ES AJENO

Foto del escritor: Maite ToledoMaite Toledo

Por: Maite Toledo


Catalina Gutiérrez, estudiante de arquitectura e influencer de 21 años, desapareció mientras conducía hacia una reunión con sus amigos y pareja en la ciudad de Córdoba el 17 de julio. Horas más tarde, la policía encontró su cuerpo quemado y golpeado junto al vehículo en un descampado. Su compañero de estudios Néstor Soto confesó haberla asesinado “por amor no correspondido”. Las amigas de la joven declararon que Soto ya la había acosado y había confesado sus sentimientos en múltiples ocasiones. 


Inmediatamente, los medios se llenaron de imágenes del victimario y  de la víctima. Una vez más, los usuarios conmocionados de las redes sociales compartieron sus sentimientos y su repudio. La opinión es unánime: sólo alguien fuera de sus cabales sería capaz de asesinar a la persona que lo rechazó. ¿Quién podría haber sospechado tanta violencia en un estudiante? Sólo un loco, un monstruo, alguien distinto a cualquier otro sería capaz de semejante barbarie. 


Y, sin embargo, hasta junio de 2024 el observatorio “Ahora que sí nos ven” registró 120 femicidios en Argentina. En otras palabras, cada 36 horas una mujer es asesinada en manos de sus parejas, exparejas, conocidos, familiares o desconocidos. El caso de Catalina es una línea más en una larga lista que crece día a día, mientras que el gobierno se enorgullece de volver a punto cero las políticas para evitar la violencia de género. 


El femicida no nace siéndolo, al igual que el hombre virtuoso no nace con la verdad revelada. La violencia es una lección aprendida, algo en el entorno es su escuela. Desde temprana edad, en películas y juguetes, aprendemos cuáles son los roles de género. La pornografía, a un clic de distancia de cualquiera, muestra parejas que encuentran el goce cuando el hombre violenta a la mujer. En cualquier red social circulan sin barreras ni mayores objeciones los discursos de odio hacia la mujer, usuarios publicando chistes sexistas, comunidades criticando las ideas de libertad e igualdad de las mujeres y tachando de “feminazis” a quienes osan contradecirlos.


La misoginia es más inmediata que la razón, más contagiosa que la justicia, más fácil de obtener que la verdad. Y también es antigua, porque a fin de cuentas nos devuelve al eterno debate moral: ¿cuál es la naturaleza del hombre? ¿Nacemos y morimos de una forma o cambiamos a lo largo del tiempo? 


Según Rousseau, el hombre nace bueno, hasta que la vida en sociedades marcadas por desigualdades, vicios y conflictos lo corrompe. En “El contrato social” postula que un gobierno regido por una voluntad general perfecta e impoluta podría conducir al hombre a la perfección de su estado natural, pero ¿qué sucede cuando la voluntad general es falible y el estado natural se corrompe, cuando la misoginia se encuentra arraigada en una sociedad que la legitima en prácticas diarias consensuadas? ¿Vivimos en sociedades que odian y nos enseñan a odiar?


Santo Tomás de Aquino, al contrario, sostiene que el hombre nace con una inclinación hacia el pecado en su ser, pero que la búsqueda de la gracia divina es su redención y fuente de felicidad. Mediante la razón, el hombre puede discernir el significado del bien y el mal, impresos en la ley natural, y puede romper con la opresión y restaurar la dignidad humana en el orden moral. Si Rousseau es la resignación ante una sociedad que nos transforma, Aquino abre un espacio para que cada uno sea dueño, y, por lo tanto, responsable, de su conducta. En sociedades que odian, nuestra razón nos permite elegir no odiar.


Este rescate de la responsabilidad y de la ética personal trae claridad a lo que, a veces, pareciera fundirse y confundirse. No son monstruos, eligen ser femicidas. No es una forma desvirtuada del amor, es pura violencia. No es nuestra costumbre ni nuestra forma de ser, es misoginia. Pero de Rousseau tenemos que aprender que la sociedad también nos forma y transforma, y que detrás de cada una de esas elecciones hay actitudes que circulan y se transmiten en la sociedad. Cada uno es responsable de sus actos, pero no alcanza con eso si no rompemos el círculo de violencia social.

 

Néstor es un nombre más, Catalina es una menos, nos espantamos hasta dentro de 36 horas, cuando un nuevo Nestor acabe con la vida de otra Catalina. Parecería inevitable, predeterminado. Pero ¿hasta cuándo legitimaremos la opción por la desigualdad y la violencia? ¿Hasta cuándo, en nombre de la tolerancia y de la libertad, seremos esclavos de la intolerancia, víctimas del odio que dejamos crecer a nuestro alrededor? 


El antídoto de nuestra sociedad es tan antiguo como su enfermedad. La educación nos debe permitir elegir, de forma conjunta y consensuada, un nuevo rumbo basado en las virtudes de la justicia, la prudencia y la igualdad. Una conducta que iguale las condiciones, que ponga el eje tanto en cada uno de nosotros como en la sociedad en la que nos desarrollamos. Volver a esa vieja novedad: nada de lo humano nos es ajeno. Tal vez, de esa forma, hoy tendríamos 120 mujeres, y más, entre nosotros.




Las opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad del autor y no representan la opinión de la Revista Conciencia Política y/o de la Pontificia Universidad Católica Argentina

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