Por: Francisco Farace
Luego del terremoto político que significaron las elecciones del año pasado, un gran porcentaje de los argentinos creímos que tendríamos algo de tranquilidad tras cuatro años de un día a día de ver cómo se nos iba el país de las manos. Sin embargo, nos llevamos la sorpresa de que la clase política no quiere ceder el monopolio de establecer el rumbo del país. Después de todo lo que vivimos todavía existe una mayoría de congresistas que parecen estar completamente cegados por su instinto de supervivencia política, como siempre sin la más mínima empatía con lo que vivimos los ciudadanos de a pie.
Actualmente se está negociando a contrarreloj el rechazo al veto del proyecto de reforma jubilatoria en la Cámara de Diputados. Los mismos diputados que le dieron media sanción reconocen que lo habían hecho sin el suficiente análisis sobre las cuentas públicas y que cometieron un exceso, que pondrían en peligro la frágil estabilidad que logramos estos últimos meses. ¿Cómo es posible que no tengan un asesor que les diga que esto no les suma nada en opinión pública? ¿Será que quizás lo saben y estas acciones solo son un intento desesperado porque saben que la opinión pública les dio la espalda de manera terminante? Los diputados no perdieron el tiempo para explicar y tranquilizar a la población. En lugar de la típica usanza de los políticos de simplemente utilizar a los jubilados para atacar al adversario, esta vez dieron un paso más. El diputado Martin Tetaz realizó un rally mediático amenazando con que el Presidente estaba “al tiro del juicio político” por tener minorías parlamentarias, al tiempo que el riesgo país volvía a aumentar luego de meses de caída.
Sería fácil recurrir al cliché de que la culpa de lo que nos ocurre es por lo que votamos en las urnas. Son décadas de fracasos las que nos obligan, a los que nos dedicamos a las ciencias políticas, a realizar observaciones más finas, básicamente porque parecemos tropezar con la misma piedra más allá de quienes se encuentren en el poder. En la opinión de quien escribe, es necesario poner el foco en el sistema electoral argentino como sostén de una clase política ineficiente. Durante años nos vimos obligados a votar diputados y senadores que están en una boleta solo porque así lo decidió la cúpula de la coalición gobernante. En la provincia de Buenos Aires, que es un país en sí mismo, habría que contemplar los beneficios de un sistema uninominal mayoritario, que permitiría un contacto más directo entre el sufragante y el representante, el cual se vería obligado a responder directamente a los reclamos de un electorado mucho más reducido. Aquello también remediaría el gran problema de la pérdida de confianza en el sistema político, que lamentablemente no puede más que acrecentarse dados los hechos acontecidos.
Por supuesto, no es posible ignorar la casi imposibilidad de que esto ocurra en el corto plazo. Pero dado el desprestigio de casi todos los partidos políticos existentes, puede abrirse una ventana de oportunidad en un futuro cercano si crecen opciones nuevas, que por lo menos hasta el día de hoy contarían con gran apoyo popular.
Si entendemos las elecciones primarias del año pasado como la verdadera expresión popular (no así la primera y segunda vuelta, donde el electorado vota en consecuencia de los comicios inmediatamente previos), la mitad del país eligió opciones encabezadas por candidatos que ofrecían un cambio duro y profundo. Este cambio tan abrupto en las preferencias políticas obliga a considerar la posibilidad de introducir en nuestro sistema una renovación total de las cámaras, al menos en elecciones separadas de las de cargos ejecutivos. Si bien no sería conveniente poner estos temas en la agenda pública en estos momentos donde aquejan otros asuntos de mayor urgencia, resulta indudable hacer una evaluación total del sistema político que durante décadas no ha llegado a lograr el bienestar del pueblo, incluidos nuestros mayores.
Los congresistas parecen tener la fijación de que no pueden dar marcha atrás con un proyecto de ley que ellos mismos rechazan solo porque quedarían mal con sus jefes políticos y con sus representados. Basta con leer cualquier estudio de opinión para ver el gran desprestigio que tiene el poder legislativo, por lo que es fácil inferir que cualquier ley que sancione o veto que anule podrá ser visto con gran desconfianza. A la luz de la realidad y los datos, si desean preservar sus carreras deberían, mínimamente, estudiar los proyectos que proponen considerando sus consecuencias en la población en general, porque la sociedad estará vigilando minuciosamente quienes lo harán como corresponde y estará ansiosa por ser escuchada en los próximos comicios.
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