Toda nación tiene una ficción identitaria. Un evento extraordinario, un mito de origen. Mediante la misma, se entienden a sí mismas y justifican su existencia. Es la Guerra de la Independencia para los EEUU o la Revolución Francesa para Francia. Esta ficción suele ser autoconstruida, puesto que tiende a simplificar el proceso continuo y plagado de cambios que forma y transforma naciones a unos hechos simbólicos y puntuales que resultan en un grupo único y definido de dudosa delimitación real. Los Estados Unidos pueden haber nacido el 4 de Julio de 1776, pero la identidad estadounidense tardó muchos años en construirse, y se sigue construyendo hoy. Francia existía antes y existió después de la revolución.
Pese a ello, que un hecho sea una ficción no lo hace una mentira. La naturaleza del mito y sus características tienen efectos reales en la sociedad, y puede argumentarse que en la medida en que la misma se cree sus mitos pierde o gana identidad. La identidad española tiene su origen en figuras como el Cid y la reconquista, seguida por el redescubrimiento y conquista de América; hechos que tuvieron como objetivo central la expansión de la fe católica. A medida que se frenó el proyecto expansionista y el catolicismo decayó en España, el mito perdió el sentido de antaño, la nación española perdió su identidad y su razón de ser, y la península sufrió décadas y décadas de conflictos internos.
Tal es la importancia de los mitos que, frente a cambios políticos, los mismos pueden ser reformados con tal de satisfacer los nuevos intereses de la sociedad. Durante los años del Apartheid, Sudáfrica reconocía como fecha patria la Batalla del Río Sangriento, en la que colonos Boers blancos vencieron a guerreros Zulus negros “con la ayuda de Dios”; el Día de la Promesa, lo llamaron. Luego de la transición democrática, la fecha patria se mantuvo, pero fue reformulada como el Día de la Reconciliación, en el afán de mostrar la nueva cara de Sudáfrica.
En Argentina nuestro mito de origen es la Revolución del 25 de Mayo de 1810. El evento que le dio inició a nuestra lucha revolucionaria, en el que los buenos hombres y mujeres de la Nación Argentina se unieron y enfrentaron al malvado español, trayendo por primera vez independencia a la patria unida. Esta historia vive en todos los corazones argentinos, coronada de gloria, como dice el himno, y verdaderamente se trata de una historia muy encantadora, capaz de cautivar y conmover a los argentinos para construir y reforzar nuestro mito de origen en el imaginario popular. Ahora bien, nuestra historia de origen es mucho más complicada, más reciente y aún más difícil de valorar que la de otros países.
El primer error está en los objetivos de la revolución, nunca se habló de independencia. El segundo está en el enemigo de la revolución: había peninsulares y criollos por igual en ambos lados del conflicto. El tercero (y a mi parecer, el más grave) está en los hacedores de la revolución. No existía una Argentina, ni antes, ni después.
La Revolución de Mayo fue la rebelión de ciertos sectores de la sociedad porteña, de dudosa legalidad e impulsada por la fuerza, contra unas autoridades cuya legitimidad estaba en crisis debido al colapso de la Junta Central, cabeza de emergencia de un reino del que todos se sentían parte. La Primera Junta juró por Fernando VII; nuestra bandera proviene de la casa real española. Y podemos elegir creer que esto era un juramento falso, que en el fondo querían la independencia, pero el sólo hecho de que no hubiesen sido capaces de decirlo demuestra a qué lado apunta el humor público. Y de aquí nace la crisis de legitimidad de nuestra república: del hecho de que sus fundadores no la querían en primer lugar, y que su aparición se debe más a las circunstancias en las que se tomaron las decisiones que la llevaron a ser que a los objetivos finales de tales decisiones. Nuestra patria tiene un origen accidental y así lo demuestran los setenta años de guerra civil.
Nuestra nación no nació queriendo, se fue formando. Y ese es uno de los grandes problemas que tenemos hoy; nadie sabe bien para qué existimos, y por eso están tan poco definidas nuestras aspiraciones. Y la única alternativa parece ser hacernos una visión de nuestro origen marcadamente falsa, como lo es la que vive en el imaginario popular, y que debido a su falsedad es dificultosa de estudiar.
Frente a este dilema, quiero presentar una propuesta. Elijamos el 25 de Mayo como la ficción que nos da origen, pero seamos conscientes de la realidad accidental y contradictoria de ese origen. Creamos en nuestra nación siendo conscientes de sus defectos de nacimiento. No nos pongamos un velo que nos impida ver nuestras limitaciones, ya que no podemos solucionarlas de tal modo. No abandonemos nuestro compromiso a la comunidad, ya que solo existe si creemos en ella.
El 25 de Mayo, celebrémonos a nosotros y a lo que podemos hacer. No abandonemos la historia, ni nos atemos a ella. Esta fecha da lugar a que usemos nuestra voluntad para seguir refundando la Argentina, tomando la decisión consciente de creer en ella.
Las opiniones expresadas en este articulo son de exclusiva responsabilidad del autor y no representan la opinión de la Revista Conciencia Política y/o de la Pontificia Universidad Católica Argentina
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